En un giro sin precedentes de la Guerra fría revisitada, Irán admitió públicamente por primera vez que su infraestructura nuclear sufrió daños severos tras los bombardeos llevados a cabo por Estados Unidos e Israel entre el 13 y el 24 de junio. El portavoz Esmail Baqai aseguró en Al Jazeera English que los objetivos fueron “infraestructuras estratégicas” diseñadas para retardar el avance atómico persa.
Bajo la denominación “Operación Martillo de Medianoche”, la Fuerza Aérea de EE. UU. desplegó bombardeos con B-2 Spirit y misiles Tomahawk procedentes de un submarino de la clase Ohio. Los blancos: los célebres y profundamente enterrados centros de enriquecimiento de Fordow, Natanz e Isfahán, nodos esenciales del programa nuclear iraní que, según Baghaei, “han sido objeto de ataques repetidos por parte de agresores israelíes y estadounidenses”.
Desde Teherán, Baghaei tildó la ofensiva de “golpe a la diplomacia” y advirtió que Irán podría suspender su participación en las inspecciones del OIEA, si bien matizó que no romperá definitivamente los lazos con el organismo de la ONU, al reivindicar el “derecho inalienable” de su país al desarrollo nuclear con fines pacíficos.
En Viena, el director del OIEA, Rafael Grossi, urgió a Irán a restablecer de inmediato el acceso de sus inspectores a las zonas golpeadas para evaluar el estado del uranio enriquecido y garantizar que no se produzca fuga de material sensible, un paso clave para contener cualquier riesgo de proliferación atómica.
No obstante, expertos vinculados a los servicios de inteligencia de EE. UU. señalan que la campaña aérea logró, en el mejor de los casos, retrasar el calendario de Teherán por algunos meses, pero no incapacitar totalmente las plantas ni sus sistemas subterráneos de centrifugadoras, según un reporte filtrado esta semana.